Nadie me había dicho que ser padre era esto: pasar a un tiempo nuevo. Quiero decir: hay una nueva dimensión del tiempo, a la que bauticé el tiempo hijo. Es un tiempo diferente al del reloj convencional, un tiempo donde una hora no es una hora, ni diez minutos son diez minutos, y ni siquiera un día, o treinta segundos son lo que dicen ser. El tiempo hijo no se mide, porque es impredecible. No se sabe cuanto dura nada y lo que hoy dura dos, mañana dura catorce.
El jueves 2 de febrero de 2017 nació Astor, mi primer hijo. Fue a las 17:10 pero podría haber sido a las once de la mañana o a las dos de la madrugada. Nació después de nueve meses que por momentos parecieron eternos pero también pasaron tan rápido como esos pueblos que se ven desde arriba del tren. Ejemplo: Una patada de Astor en la panza duraba diez minutos en mi mano. La espera en el obstetra, cinco años. El taxi a la clínica, cinco segundos.
El embarazo, primer signo del tiempo hijo.
Deberían hacer relojes especiales. Porque el tiempo hijo, desde este momento, lo domina todo.
Cuando lo vi por primera vez en la sala de partos, mientras con mis dos manos sostenía la cara de Gaby y le levantaba la cabeza para que ella pudiera verlo, el tiempo se frenó. Fue un instante, pero alguien le puso pausa y la película quedó ahí. Astor con la boca abierta, sin hacer ningún ruido, como aquella escena de la escalera en El Padrino III cuando Al Pacino grita sin gritar. Astor estaba todo morado, violeta como el envoltorio de un chocolate Milka. Los ojos hinchados, tenía sangre y líquidos blancos y marrones por todos lados, el pelo mojado bien negro. Fue un segundo, tal vez diez. Pero fueron miles de segundos, todas las horas juntas. Como un Aleph del tiempo donde toda la historia mía y de la humanidad empieza, transcurre y termina ahí. En ese momento estaban todos mis amigos, los goles, las milanesas, mi abuela Rosario, las canciones, este teclado, mis hermanas, el agua, las fotos, mis sobrinos, mis libros, Papa Noel, mis viejos, aquel golazo, la vecina, la lluvia, Otero, los colores, el Italpark, las millones de risas con Gaby, los barcos, el futuro, el colegio, París, la sangre.
Cuando se lo llevaron a otra sala alguien dijo el Papá venga conmigo y fui. Le hacen de todo, lo revisan, lo enchufan, lo pinchan, lo bañan, lo toquetean con una destreza y una rapidez asombrosa. ¿Fueron cinco minutos? ¿Diez? Tal vez más. Para mi fue una eternidad porque yo quería que me lo den. No miré todo lo que le hacían porque me daba impresión, lástima y miedo. Pero sabía que estaba entre las seis u ocho manos expertas de tres o cuatro mujeres con una destreza que en otro momento envidiaría y ahora detestaba. Así que esperaba, molestando con preguntas tontas que nadie respondía, parado en un lugar donde tenía que correrme cada diez segundos. Todo iba muy rápido. Otra vez el tiempo, esta vez lento, con mi hijo ahí violeta boca abajo sacando culo, desnudo y tratando de respirar con tanta fuerza que tuvieron que darle oxígeno. Yo petrificado, mirándolo fijo, sin que me importe que alguna de esas mujeres me decían que era normal, que respiraba con esfuerzo pero que estaba aprendiendo. Con esfuerzo, con esfuerzo, con esfuerzo escuché como un eco. Las mujeres hacían apuestas sobre cuánto pesaba, se reían, comentaban cosas de ellas que yo no entendía. Vino el pediatra, me abrazó, se fue. Firmé papeles sin leerlos. Solo quería llevárselo a Gaby para decirle que estaba todo bien, como quien le lleva el pan a sus hijos pero al revés. Ese tiempo hijo habrá durado más o menos ocho años. Tal vez más.
Durante la primera noche fue cuando entendí mejor lo que era un momento hijo. Y cuando se me ocurrió escribir esto. Sus llantos en mis brazos duraron diez o quince minutos pero para mi nunca existieron. Y cuando se durmió en mi pecho sentí lo más parecido a ser inmortal.
Se despertaba durante la noche y yo miraba el reloj: habían pasado veinte minutos desde la última vez que me había dormido. A veces cuarenta, a veces diez. Pero tenía tanta energía como si hubiera dormido ocho o nueve horas. Era el reloj de plastilina de Charly. Como si el mundo anduviera a pilas gastadas.
Desde las once de la noche a las seis de la mañana habrán pasado, como mucho, dos horitas. En esas dos horas de tiempo hijo, en el medio del cuarto oscuro o con alguna lamparita tenue, habrán pasado no menos de 20 enfermeras y mucamas diferentes, mi suegra, habré llamado al interno 2509 dando pena no menos de 4 veces para que vinieran a ayudarnos con algo, habrá pasado un año y diez mil dolores cuando Gaby fue desde la cama al baño, dos metros que me parecieron cien. Habré llorado de emoción unas tres (todas de parado, cuando lo intentaba hacer dormir, en algún lugar del cuartito provisorio que nos dieron para pasar la primera noche: no más de 3×2, un bañito, una cama donde Gaby no se podía mover y un silloncito para mi). Habré soñado un gol. Una lágrima tardó tres horas en hacer el recorrido que va desde mi ojo hasta la mandíbula. De nuevo el tiempo hijo distorsionándolo todo. Lo apura, lo hace chicle, lo transforma y lo deforma. Esa noche duró exactos 40 años, mi edad. Pero se pasó tan rápido como una flecha.
Durante el fin de semana el partido del Barca duró 18 minutos, el de River Lanus, tres goles. La Davis para mi fueron cinco puntos y el libro que me llevé a la clínica avanza muy rápido, ya casi lo termino (no me acuerdo bien cuando lo leí). Y ahora, mientras escribo esto, estoy rogando para que tome un minuto más de teta. Ayer me vi festejando cuando tomó quince de corridos, cuando durmió dos horas enteras, cuando cagó (significa que come bien) y cuando con Gaby pudimos ver los primeros quince minutos de una película hasta quedarnos dormidos los tres, él en mi pecho.
Su respiración se acopló a la mía y fue la misma.
Fue un ratito, eterno.